Vivo desde hace más de veinte años en Estados Unidos. Por eso cada vez que regreso a mi tierra, la región Lambayeque, Perú, y especialmente a mi ciudad natal, Chiclayo, siento una felicidad tan grande que soy capaz de bailarme sola una espectacular marinera norteña. Así lo hice ante la antigua y preciosa capilla en ruinas del Divino Niño del Milagro, ubicada en los humedales de Puerto Éten. El viento y la arena (que también bailaron conmigo) fueron testigos.
Me sorprendió que la hermosa imagen del Niño llevara puesto un moderno reloj pulsera, regalo de alguna devota agradecida. Dicen que es tan milagroso que hasta salvó a galeones españoles de un seguro naufragio.
Mientras colocaba unas velitas en la moderna capilla que se alza a trescientos metros de la antigua, pedía al Niño por el bienestar de mi hijo, del resto de mi familia y de mis amigos.
Tan solo un par de horas antes me había reunido con los niños de un comité de vaso de leche en Éten, con quienes había querido compartir unas palabras de fe y superación. En recompensa por haber aguantado mi discurso sensiblero y por haber hecho una ordenada cola, se fueron a sus casas con un minísculo obsequio, unas crayolas con las que espero aprendan a dibujar sonrisas y soles amarillos.
¿Qué se le puede decir a un grupo de niños que todos los días almuerza con la pobreza? Pues que no son los únicos, que no fueron los únicos, que el dinero y el progreso llegan con el trabajo, queriéndonos y respetándonos a nosotros mismos, para que cada centavo que ganemos sea un escalón hacia nuestros sueños, sueños grandes o no tanto, como comprarle zapatos a la abuelita.
A la mañana siguiente tenía ganas de desayunar un chancho con trompita y todo, así que acudí a cebar mi apetito al mejor restaurante de Chiclayo, el Fiesta, donde me sirvieron un "frito" de chancho estilo gourmet que casi me hace salir corriendo. Al final la cuentaza me curó el hipo y juré volver a mi sana costumbre de tomar desayuno en el mercado, con la cabeza del chancho sobre el mostrador y mirándome desde el más allá.
Mi guía de turismo me llevó al sorprendente Museo Sicán, en Ferreñafe, donde quedé tan maravillada con los tesoros de la cultura Lambayeque que me puse a soñar con el esplendor de mis antepasados y hasta me vi coronada como señora de una huaca, toda decorada de oro y chaquiras. Desperté a tiempo, cuando pretendían momificarme.
Esta representación de Aia Paec, la deidad sicán con ojos alados, me llevó a darme cuenta del por qué en el norte somos tan místicos y supersticiosos. Es que provenimos de una cultura llena de símbolos mágicos, de una religión que fue desarticulada por los españoles y de la que sólo quedan creencias aisladas.
Tomé un taxi rumbo a Batangrande, un pueblo con un encanto particular pues allí viven los descendientes mochicas, los mismos que quieren revalorar su grandioso pasado y de paso atraer al turismo. Sobre la mototaxi me sentía como una reina en su carruaje.
Los pobladores quisieron coronarme como la reina de Batangrande, pero luego me enteré de que este tocado sólo sirve para decorar momias lujosas, así que decliné gentilmente de convertirme en una especie de Señora de Sicán moderna.
Eso de "Batán Grande" parecía ir bien con mis atributos físicos, pero el nombre del pueblo en realidad alude a los grandes batanes sicán para moler minerales que aun se ven en las calles como un recuerdo del brillante pasado metalúrgico de la zona.
Este pasado metalúrgico y orfebre puede vislumbrarse en los adornos que usa un poblador del lugar cuando representa a Naylamp, el mítico fundador de la cultura Sicán, en una de las huacas del cercano bosque de Pómac.
Un raspadillero, dice que soltero, me quiso enseñar el secreto de su jarabe rojo, pero en realidad quería endulzarse conmigo.
De la plaza de Batangrande fue retirada una católica cruz de madera para ubicar a la estatua del Señor de Sicán (que fue más rico que el Señor de Sipán), algo que causó polémica, pero que indica cuán lejos está llegando la identificación de los pobladores con su venerable pasado.
El sol brillaba de lo más rico, así que dejé que sus rayos me tocaran justo cuando visitaba la vieja casa hacienda que necesita un plan de conservación urgente para que no se eche a perder.
Batangrande es como la miel de abeja: quien la prueba, no la deja. Y Fidel, criador de abejas, fue nuestro más dulce anfitrión. La miel hecha por sus aladas obreras, con las flores del bosque de algarrobos, tiene propiedades afrodisíacas y devuelve el gusto por la vida. Yo compré dos baldes para algunas amistades friolentas.
Miren qué delicia, cientos de celdillas hexagonales repletas de una miel más purísima que la Virgen.
Tantas atenciones me conmovieron hasta las lágrimas y me abrieron el apetito. En la casa del amigo de pie nos comimos un cabrito con frejoles que hasta ahora me provoca nostalgia oral.
Luego de bailarme una marineraza para neutralizar calorías, estos niños me quisieron nombrar, a la mala, madrina de su equipo de fulbito.
Al final, sopesé las bondades de este fisiculturista amateur, hecho a pura lampa.
Sentarme encima de esta escarpada huaca fue tarea difícil, pero valió la pena. El misterioso Bosque de Pómac, uno de los cuatro Santuarios Históricos del Perú, se expandía ante mis agotados pies en el momento en que el sol se perdía en el horizonte. Aquí quedan las ruinas de la capital de la cultura Lambayeque, que están siendo recuperadas para el asombro de los visitantes.
Calientito estaba el lecho, casi nupcial, del río La Leche, o Lercanlesh (según el idioma muchik), donde me lancé de panza a descansar de la caminata por el bosque. Es un camino de arena seca que conecta las alturas andinas con el mar y que sólo se llena de agua durante las lluvias de verano. Me sentía una niña en mi primer día de campo.
En el mismo río mi hermana fue víctima resignada de mis ataques de melancolía. Es que este olor de bosque de algarrobos me hace apreciar con ardor cada minuto que estoy en mi patria.
En un sitio mágico del Bosque de Pómac, vive aun el algarrobo más viejo del mundo. Le llaman el Algarrobo Milenario, yace recostado sobre sus cansados troncos y proyecta un encanto que nadie resiste. Algunos pobladores le colocan ofrendas de flores y miren como me sirvió de marco para una espléndida foto con mi amiga, la burra JLO.
No sé por qué me llevé tan bien con esta delicada asnita, pero la embajada de USA me dijo que no podía llevármela a Atlanta porque ya había demasiados burros por allá. ¿Será cierto? Yo no he visto ninguno.
En Monsefú el tráfico se detuvo ante la aparición de Super Maritza, la heroína de la marinera norteña. En esta calle llena de artesanías lindas y trajes típicos te alquilan el vestido regional que quieras por solo cinco soles. Un escuadrón del manicomio del pueblo aparecería luego para poner las cosas en orden, pero Super Maritza ya se había ido.
No saben qué fresco es andar así. Las dependientas de la tienda tuvieron que corretearme como dos cuadras para conseguir que me saque este maravilloso traje de china de Monsefú.
A un pasito de Monsefú está la caleta de Santa Rosa, apacible lugar donde los pescadores de raza moche todavía cabalgan sobre elegantísimos caballitos de totora, que al final es una mezcla de tabla hawaiana con lanchita pesquera. Cuando venga aquí, pida un mero frito con yuquitas. Ay qué rico.
Los niños siempre se me cuelgan del cuello. Este encantador vendedor de artesanías quería que me lleve un adorno con conchas marinas, mientras yo espera un señor desayuno con pescadito frito en aceite de oliva. No me acuerdo cuanta propina le di, pero olvidó su cajita con souvenirs para irse corriendo rumbo a su casa. Los niños no deben trabajar.
Eso de Santa Rosa despertó el poquito de santa que aun tengo y me puse a meditar, misma monja budista, en medio del ruido de las olas y la brisa. En ningún otro pueblo he visto tantas embarcaciones estacionadas en la arena. Acaso no hay magia en todo esto?
Me dejó mareada de orgullo el espectacular y espléndido Museo Tumbas Reales de Sipán, en Lambayeque. Dentro de este edificio moderno que evoca a una pirámide mochica se encuentran todas las piezas y joyas de oro del Señor de Sipán, sus ancestros y sus sacerdotes. Pero el museo es además una enciclopedia sobre las costumbres, tecnologías y creencias del pueblo moche, y una sale de allí menos burra que antes respecto a toda la grandeza de la que somos herederos. Este museo es uno de los diez mejores del mundo, al menos entre los aparecidos en los últimos años, y si usted quiere saber más vaya a http://www.tumbasreales.org/
En Lambayeque, hermosa ciudad colonial, existen aun rincones deliciosos como este larguísimo balcón de madera, el más largo del Perú (64 metros), desde donde se puede ver cómo discurre la apacible vida pueblerina.
Este balcón, que también es el más largo de Sudamérica, se encuentra en la Casa de la Logia o Casa Montjoy, y es desde aquí que se emitió el primer grito de libertad en la región durante la Independencia del Perú. Yo miraba abajo para ver si había algún Romeo en busca de una experimentada Julieta.
Me despido de mi Lambayeque, con su capital Chiclayo, abrazando al árbol de mango más antiguo de América. Lo trajeron de la India y lo plantaron en Batangrande los primeros colonos españoles, y de él surgieron los brotes que llenaron de coposos árboles de mango todo el norte peruano. Te juro que volveré, tierra querida.